¿Está muerto ahora tu cuerpo triste?
¿Está muerto ahora tu cuerpo triste?
El
chispazo apareció el primer jueves de abril, lo sentí en la espalda, justo por
aquel caminito que marcaban tus dedos algunas tardes. Un sendero que no tardó
en prenderse fuego y consumirse hasta el punto del dolor insano que me arrancó
del pecho un quejido casi etéreo. Estabas delante de mí, riéndote de algo que
ni siquiera puedo recordar, pero te reías y lo vi ahí, el reflejo en tus
pupilas. No era yo, no me veías a mí. Y no importaba cuántas veces diera vuelta
para asegurarme de que la pared blanca siguiese ahí, a mis espaldas; al volver
para mirarte a ti, seguía la misma imagen y el fuego del camino crecía
implacable, consumiéndome hasta las cenizas. No conseguí salir de la cama lo
que quedó de aquella semana, tanto como no pude decirte la razón de la
enfermedad cuando me preguntaste qué me pasaba. Porque la verdad no era sino mi
engaño, ¿cómo iba a preguntarte por ella o por ese amor viejo del que nunca
hablábamos?
¿Cómo
ibas a darme una respuesta por mi propia culpa? Tampoco deseaba alimentar las
mentiras, no cuando me acariciabas los pies y me mirabas a los ojos y me decías
que me querías, ¿me querías?, ¿podías quererme después de haberla querido?
¿Podía quererte yo después de haberte visto en el reflejo de sus ojos? El amor
se nos estaba convirtiendo en un juego macabro y no tenía sentido seguir
pisando las brasas, porque la mente liberó el dolor y lo sentí en cada parte
del cuerpo, como si me quebraran los huesos uno por uno. Me lo habías dicho
aquella vez, que no teníamos ninguna culpa pues el enamoramiento nos llegó de
improvisto, como una fuerza implacable a la que no podíamos resistirnos. Lo
llamaste inocente y limpio: un amor sencillo. Y lo tomé como la única verdad,
habitó entre los dos por mucho tiempo así, pero la culpa también era implacable
y no dudó en llenar los espacios, los silencios, en reemplazar tus manos. Ahora
no puedo estar segura si no teníamos ninguna forma de evitarlo, si de verdad
intentamos frenar o dejamos que la irracionalidad tomara el control de aquel
vehículo que andaba sin rumbo.
Escuchó ella primero esos «te quiero» y sintió primero las caricias, te conoció antes y ¿mejor? ¿Cuánto de lo que me has dicho también a ella lo dijiste? ¿Esperas las mismas respuestas o te sorprenden las mías? Hay noches en que me abrazas por la espalda y siento que no es mi cuerpo el que buscas, que mi piel te causa estremecimiento porque no es la misma textura que tus dedos recuerdan y eso te asusta. Te siento respirar cerca y me quemas, tiemblo por el miedo, por la certeza y las preguntas me afloran por los poros, se instalan en la habitación. Mientras estamos sobre esa cama, inmóviles, puedo ver cómo lo consumen todo, convirtiéndose en la peor de las pestes. Siento tus manos apresarme y me ahogo, vas quedándote dormido y no sé si es solo cansancio o también lo sientes, el miedo a ese silencio que habla más que todas las cosas que nos decimos. ¿Acaso es su rostro el que ves en el interludio de la vigilia y la ensoñación? Porque yo la veo, la veo y me sonríe de la misma forma en que lo hizo ese día, con un dejamiento casi condenatorio y vuelvo a preguntarme si acaso crucé aquella línea prohibida, si rompí el pacto silencioso de las amigas. La idea me exime de creerte cuando me dices que me amas, de decirte que también te amo y que suene tan sincero como lo siento. Algunas veces te veo ahí, mirando la nada y tengo la certeza de que hay un dolor cruzándote las entrañas, lo sé porque también lo siento.
Nos está matando, ella y la culpa.


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