Otra vez Inhumano

              


                                 

 Otra vez Inhumano

Inhumano.

Del desgarro total de un hombre que no podía ir más allá del deseo, a quien le imponían la distancia y guardaban tras una máscara metálica, con ropas que se cernían en el cuerpo, cubriéndole cada centímetro de piel. El rey hombre, con cientos de miles hincados ante él, pero privado de los más profundos deseos humanos.

Dolor inhumano que superaba con creces al físico, al que le arrancaba la piel y lo privaba de sus extremidades. Inhumano dolor cada vez que la cruzaba con los ojos y aquella piel impoluta la tocaban los rayos del sol y no sus dedos túmidos por los vendajes. Inhumano e impotente la contemplaba durante los minutos que, valiéndose de las más mínimas excusas, pedía su presencia. Y ella, medida por un mandato real —o quizás por algo más, algo que él dilucidó en aquellos diáfanos encuentros—, atendía a cada llamado con una devoción absoluta. Respondía a cada pregunta e intentaba darle continuidad a la conversación impregnada de anhelos silenciosos, insinuaciones contenidas y profesiones de amor y fe.

—¿Hay algo más que pueda hacer por usted, Majestad? —decía ella después de un rato, con la voz contenida.

Él guardaba silencio, la miraba a través de la máscara que contenía no solo su apariencia enferma, sino también el amor que no se atrevía a confesar. Ella miraba un rostro exógeno, metálico en su forma, con rastros que seguían pareciéndole extraños. La percibió entonces como aquella barrera que le quitaba todo, aun cuando no tenía nada.

—Algo, tal vez —respondía ante un lívido destello de valor que no llegaba a término, obligándolo a añadir—: Pero no hoy. Ya puedes retirarte.

—Descanse, Majestad.

Y, ante aquella imposición del destino, se marchaba ella, dejándolo sumido en una desoladora tristeza. Como una pequeña tormenta. No era solo aquella imposibilidad lo que estaba magullándole el espíritu, sino la certeza de que también la muerte lo visitaría pronto, quizás como el único consuelo al eterno sufrimiento que le resultó desde siempre la vida. Por las noches, cuando el dolor del cuerpo era más grande que el sueño, debiendo ser atendido, pensar en los ojos oscuros le confería aliento, aunque revelaba eso sus sentimientos ante aquel, su mano derecha, quien lo observaba. «No puedo condenarla», le hubo dicho alguna vez, y este respondió: «¿Vale entonces el sacrificio que ha tomado, Majestad? La priva usted de darle respuesta».

—Estoy muriéndome, no importa ya —le respondió. 

No se equivocó en el pronóstico, pues a él llegó la muerte pronto, sin siquiera alcanzar los treinta años, con un legado construido sobre su temple y dolor. Velado su cuerpo fue en la más grande de las capillas, rodeado de velas e incienso. Solitario en la estancia, sin ninguno que se atreviera a tocarlo, temiendo contagiarse de aquella enfermedad que lo condujo a ese final. Hasta que cayó de nuevo la noche y en el suelo de piedra resonaron pisadas ansiosas, y de la negrura nocturna apareció una figura menuda: era ella, a la que amó en el silencio y que lo amó de vuelta. Se acercó hasta él, deslizó los dedos sobre la máscara, que ni en la muerte lo abandonó, sobre la que se vertieron lágrimas sinceras. Y plantó sobre ella sus labios húmedos, repitiendo aquello mismo que él le había dicho: «Tal vez, pero no hoy». Apesadumbrada recostó su rostro sobre el pecho inmóvil, pero ya no escuchaba los latidos de ese corazón. No había ruido alguno sino un eco silencioso, donde le confesaba lo inhumano de su sufrimiento. Inhumano dolor que no dejó que se apartara del cuerpo frío, pese a que era la muerte lo que abrazaba.  

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