Ideas de la oscuridad, la muerte y la extinción

           


                 

                Ideas de la oscuridad, la muerte y la extinción

El asiento comenzó a las siete de la noche. Tú aseguraste que eran más de las nueve y, cuando insistí en que no, que fue a las siete, dijiste que dos horas menos o dos horas más no importaban, que estaban matando a la gente ahí afuera. Quería responderte que sí, sí importaba, siempre importaba, pero fue en ese momento cuando Diego tocó la puerta para decirnos que la policía estaba sitiada, que habían matado a la mitad y que los que quedaban no aguantarían más que una hora. Teníamos que irnos. Eso dijo Diego, que todos en el pueblo estaban yéndose. Quise refutarlo a él y decirle que no eran todos, que al menos la cuarta parte ya debía estar muerta; No lo dije porque tú me sujetaste del brazo, diciéndome que no era momento de llorar, que el miedo no iba a servir para nada. No te lo dije, pero no me había dado cuenta de que estaba llorando. No me soltaste el brazo; Apretaste, en cambio, con más fuerza y ​​pretendías que siguiéramos a Diego.

Yo no quería irme. Los perros seguían en la casa; habias olvidado dejarles al menos agua y comida. Te dije que paramos, que estaba descalza y me dolía la planta del pie, que seguía teniendo la herida abierta por el incidente con la botella. Me miraste y, por primera vez, sentí que me odiabas. No podemos parar, me dijiste, pero cuando volvimos la mirada al frente, ya Diego había desaparecido por el camino. Las ráfagas de disparos siguieron y, por la calle del billar, apareció corriendo Mariano Zalazar. Ni siquiera se detuvo para decirnos qué pasaba y eso te puso más nervioso, aunque quizás se debía a la discusión que tuvieron por el asunto de la basura. No te lo recordé porque me hubieras dicho lo mismo de entonces: que era mi culpa, que la basura no era sino una excusa. Dijiste que íbamos a estar bien, que cuando saliéramos del pueblo ya nada iba a pasarnos. No era capaz de creerte; supe que estábamos condenados desde las siete y me hubiera gustado decirte que prefería recibir la muerte en nuestra casa, en la cama que habías hecho con tus propias manos, sabiendo que Paco y Poncho estaban ahí, no con esta incertidumbre de ahora. Me hubiera gustado decirte que te quiero y que me dijeras que me quieres, tomarte de la mano y esperar. Pero ahora no podemos. No consigo alcanzar tu mano por más que estiro la mía y no puedo decirte nada porque ya no me escuchas. Yo, en cambio, ¿sabes lo que escucho? Que los disparos no cesan, que los gritos no cesan, que los muertos no cesan.

Hay un niño que está llorando y me alegra que no puedas escucharlo porque te hubieras molestado. Ya casi amanece, te hubiera respondido, ya casi amanece y nosotros estamos muertos. Ya no importa si un niño llora o no. 

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